El destino las separó por caminos muy distintos; Claudia se casó con un negro de villa Revol y tuvo dos hijos muy feos, Chicho y Nacho, el Pollo Loco, apodado así por su deformidad nasal. Cristina se casó con el rey Néstor, con quien tuvo una horrible hija, a la que llamaron Blancanieves.
Blancanieves, la pequeña princesa, a medida que crecía, notaba que su belleza se reducía día tras día. Ya estaba por cumplir treinta, y su fealdad era inigualable. Hasta que un día, Cristina, su madre, se puso muy furiosa, porque no soportaba tener una hija tan fea.
Y encima, en Sargento, las dos se habían enamorado del mismo chico, un joven que se hacía llamar el Pollo Loco, curiosamente el hijo de la amiga de Cristina, la Claudia. Y, sin pensarlo dos veces, el galán se fue con Blancanieves.
Llegó el momento en que la malvada reina no pudo tolerar más la presencia de su hija y ordenó a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como era tan fea, el cazador se asustó y huyo corriendo. Blancanieves, triste, corrió llorando por el bosque tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía la noche, encontró una casita y entró para descansar.
Todo en esa casa era pequeño, aunque bastante sucio y desacomodado. Cerca de la chimenea había una mesita con siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro, y al otro lado de la habitación se alineaban siete camas muy desordenadas. Sobre ellas había siete minifaldas –Serán siete mujercitas- pensó, las corrió y se echó a dormir.
Cuando llegó la noche, los dueños de la casita llegaron, y al ver a Blancanieves recostada, exclamaron:
-Caramba, que mujer tan fiera, ¿Cómo habrá llegado hasta aquí?- Y se acercaron para admirarla pero sin despertarla.
Por la mañana, Blancanieves sintió miedo al despertarse, y ver a siete travestis, que no eran más altos que la mesita de luz, rodeándola. Eran los dueños de la casa.
-Hola, mi nombre es Pedro- dijo el más pequeño. –Ella es Julio, ella es Roberto, Carlos, Victor, Lauriano y, la más gruñona y fea, Walter.
-Mucho gusto- respondió algo más tranquila –mi nombre es Blancanieves-.
Resultaba ser que los famosos siete enanitos eran siete trabas, y que no iban a trabajar en las minas para sacar plata, sino con las minas.
-Si vas a cocinar, coser y lavar para nosotros- dijeron los enanitos –puedes quedarte aquí y te cuidaremos para siempre. Blancanieves aceptó contenta.
Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles la comida y cuidando de la casita. Todas las noches se paraba en la puerta y los despedía cuando salían para trabajar.
Pero una noche, Walter, la más mala, le advirtió:
-Cuídate. Tu madre puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.
-Bueno, ustedes también cuídense, le respondió preocupada.
Cristina, que de verdad era una vieja bruja, le preguntaba al espejo todas las noches quién era la mujer con el cuerpo más esbelto de todo el reino, a lo que el espejo le respondía –la Claudia-. Enfurecida, recordó aquel momento en que el hijo de la Claudia se había ido con Blancanieves, rompiéndole el corazón. Entonces la ira brotó de su desgastado pecho. Descubrió el escondite de Blancanieves, y decidió ir a matarla ella misma. Se disfrazó de vieja (no le costó mucho), preparó un Vodka con Speed y pastillas para dormir, cruzó las cinco esquinas y llegó a la casa de los siete trabas.
Blancanieves, que sentía una gran soledad cuando sus pequeños amigos no estaban, pensó que aquella viejita no podría ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó agradecida el Vodka con Speed, al parecer delicioso, que la bruja le ofreció. Pero, al primer fondo blanco, Blancanieves cayó dada vuelta.
A la mañana siguiente los enanitos, luego de una noche de trabajo duro, llegaron a la casita, y encontraron a la muchacha tirada cual trapo de piso en el suelo. No respiraba ni se movía. Los enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por tres días velaron su cuerpo, que por suerte no se había puesto más feo.
-No podemos poner su cuerpo bajo tierra- dijeron los enanos- ¡Pobre tierra!
Hicieron un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima del Mirador, la montaña más alta de esas tierras. Todos los días iban a velarla.
Un día, el Pollo Loco, que paseaba en su fitito blanco, vio a Blancanieves en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios llenos de silicona de los trabas. Y recordó aquella noche en la que se conocieron y se enamoró de ella. Logró que los enanitos le permitieran llevar el cuerpo a su palacio, donde prometió adorarla siempre. Pero cuando el Pollo Loco movió la caja de cristal, tropezó con su nariz y la dejó caer, rompiéndola en mil pedazos. Al golpearse, las pastillas para dormir se desprendieron de la garganta de Blancanieves, quién despertó de su largo sueño.
Hubo un gran regocijo, y los enanos bailaron alegres mientras Blancanieves aceptaba ir al palacio y casarse con el Pollo Loco, tremendo bichero.
FIN
Campos, Andrés
Marhuenda, Gonzalo
Montenegro, Nicolás
Rodriguez, Juan
3º “B” ISPE
Marhuenda, Gonzalo
Montenegro, Nicolás
Rodriguez, Juan
3º “B” ISPE
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